domingo, 12 de febrero de 2012

EL NEGOCIO DE LA CRISIS (Una invención oportuna)

No tengo ni puñetera idea de economía, como de casi nada, pero creo que hago un uso razonable del sentido común. Lo vengo aplicando sobre la crisis económica desde que comencé a intuir lo que sucedía y ver sus consecuencias en la vida real. Y hay demasiadas cosas que no encajan.

No tengo ninguna intención de repasar en detalle cómo empezó todo y la forma en la que los gobiernos europeos, entre ellos el de España, han ido afrontándola. Hace un par de días leí a Wolfgang Munchau, codirector del Financial Times, y se hizo la luz: “no entiendo cómo alguien con formación macro-económica y con un mínimo de honestidad y decencia puede apoyar hoy la fantasía de que las políticas de austeridad estimulan la economía”. Esta reflexión por sí sola explica muchas de las razones por las que estamos como estamos.


Desde que los gobiernos tomaron las primeras medidas de austeridad y decidieron que para salir de la crisis era necesario eliminar o restringir políticas sociales y derechos laborales, tuve muy claro que lo que comenzó siendo un problema provocado por la economía especulativa se había convertido en una oportunidad única para que el poder económico que sustenta el sistema capitalista, recuperase el terreno perdido en las últimas décadas. El Estado del Bienestar, la conquista de derechos, ponían en peligro rancios privilegios de las clases poderosas. Los sistemas basados en la solidaridad resultan demasiado caros para una economía de mercado que recompensa la depredación y sólo la depredación.

Las sucesivas reformas laborales emprendidas en España por el Gobierno del PSOE y la aprobada ahora por el del PP, prueban que el objetivo de recuperar el mando por parte del poder económico y empresarial, mucho mejor representado por los ejecutivos de derechas que dominan Europa, encontró en la crisis la coartada perfecta.
Las políticas de austeridad en la Administración Pública tampoco son una excepción. El sacrosanto objetivo de controlar el déficit público supone la renuncia de los estados a prestar servicios pagados con los impuestos de los ciudadanos y las empresas. Sin embargo, en muchos casos los servicios esenciales no se abandonan, sino que se privatizan. Menos Estado es, para el capitalismo, más oportunidad de negocio.

La crisis ha servido, además, para reforzar el poder de otro de los pilares del modelo económico dominante: la economía especulativa. Necesaria y, en alguna medida, reguladora del mercado, su excesivo desarrollo la ha llevado a tener una dimensión mayor que la economía real, productora de bienes y servicios. Su dominio del mercado es tan avasallador que ha entrado en una espiral suicida. Los gobiernos democráticos se han convertido en títeres de los mercados y los ciudadanos perciben que los que toman las decisiones no son aquellos que eligen en las urnas, sino el FMI, el BCE, la banca, las grandes empresas… De alguna forma, parece que han convencido a los grandes partidos políticos de que, o se hace lo que ellos dicen, o se rompe la pelota. Es extraño que no se hayan dado cuenta de que, llegados a ese hipotético desastre universal, todos saldríamos perdiendo.

No tengo dudas, por tanto, de que una parte considerable de la crisis económica es virtual. Sirva de ejemplo lo que hacen los especuladores comprando seguros de impago sobre la deuda de España. Sin que haya razones objetivas, su compra masiva genera dudas sobre la solvencia del país, que cada vez debe desviar más recursos para pagar los intereses de la deuda en lugar de dedicarlos al bienestar de los ciudadanos. Sencillamente, los especuladores obtienen inmensos beneficios a costa de empobrecernos.

Volviendo a las últimas medidas del Gobierno español y a lo que dice Wolfgang Munchau, es indudable que los recortes en inversión y personal de las administraciones públicas y la precarización del empleo es absolutamente imposible que, por sí mismos, estimulen la economía. Persiguen, y así lo han reconocido muchos gobernantes, dar confianza a los mercados, cuando en gran medida son los propios mercados los que obtienen un mayor beneficio de la crisis.

Con una clase trabajadora empobrecida, es indudable que disminuye el consumo, y con él muchos sectores económicos ven reducidos sus ingresos y sus necesidades de crear empleo. Con un sector público que no invierte y unos niveles de consumo a la baja es absolutamente imposible que haya reactivación económica y, por consiguiente, una salida rápida de la crisis. De cualquier modo, no podemos olvidar que esa salida, sea cuando sea, se producirá después de que los poderes económicos hayan obtenido un botín muy valioso que exigirá, tarde o temprano, una rebelión ciudadana por la conquista de sus derechos perdidos.

La economía es también un estado de ánimo, como nos muestran cada día los especuladores. Muy oportunamente, los gobiernos se han ocupado con esmero, azuzados por la Unión Europea, de provocar el miedo en la ciudadanía. Porque si estamos mal nos garantizan que estaremos peor si no se hace lo que se debe, o sea, si no renunciamos resignadamente a unos derechos que, de pronto, se han convertido en incómodos privilegios.