Hace cuarenta y
tantos años llevaba una hermosa melena. Recuerdo a mi padre, anclado en la
intolerancia de la época, poner a prueba mi integridad con advertencias serias
de expulsarme del hogar si no eliminaba de mi cabeza aquella aberrante
cabellera. Con el paso del tiempo se acostumbró y creo que los dos quedamos tan
felices: él con su peinado de caballero español y yo con el de joven
antisistema al que la vida debería domesticar.
Han pasado
tantos años que es imposible que no hayamos cambiado todos al menos un poco.
Sin embargo, siempre ha habido un ruido de fondo en nuestra sociedad por el
que, si se observa con detenimiento, se puede comprobar que discurre el sombrío
pasado.
Recuerdo que
alguien me contó hace mucho tiempo que las viejas orquestas de verbena, en cuyo
ADN llevaban grabado a fuego los ritmos más populares, cuando incorporaron el
pop y el rock a su repertorio atendiendo la demanda de los jóvenes, mantenían
en un plano casi inaudible el compás del pasodoble. Algo así sucede también en
los usos y costumbres de esta España que se resiste a dejar de ser cañí.
Seguramente
esta es una de las razones por las que hay tanta gente que ve con desprecio, e
incluso asco, que un político lleve rastas o coleta. Hay un ritmo obstinado y
rancio que les impide entender que han sido individuos con corbata y
damas con vestidos de marca las que les han robado durante décadas. Pero,
puestos a elegir, parece que prefieren al corrupto antes que arriesgarse a ser
representados por individuos con un aspecto que no es de fiar porque no se
atisba en ellos, por más atención que se preste, ni el más mínimo indicio del
familiar pasodoble.
Mi vieja e
irrecuperable melena juvenil no era solo una elección estética, sino un claro
gesto de rebeldía ante una sociedad a la que rechazaba tanto como ella a mí.
Como todavía no soy ni tan mayor ni tan cínico como para olvidarme de aquello,
no puedo evitar ver con respeto a quienes tienen la capacidad de escandalizar a
los se niegan a aceptar que cada generación tiene derecho a soñar su
propio mundo. Un mundo con otra banda sonora, sin pasodobles, y que quizás
algún día sonará a otros jóvenes como algo parecido a un pasodoble.