martes, 23 de julio de 2013

POLÍTICOS SIN HONOR

Hacer lo contrario de lo que se promete, faltar a la palabra, mentir... Lo que antes se llamaba "persona de honor" es un modelo trasnochado que ningún político presenta ya como su principal virtud. Antes se daba por hecho que cualquier persona que hiciera una promesa, por humilde que fuera, empeñaba en ella su palabra, su dignidad.

Cuando se habla de pérdida de valores, pocas veces se pensará en el daño que causa a la sociedad, no solo en el ámbito de lo público, que nuestros representantes políticos se denigren cada día a sí mismos mediante una estrategia basada en el engaño impune y premeditado. Me resulta imposible saber si su actitud es el reflejo de una realidad social o es una práctica política que ha acabado impregnando a los ciudadanos que deciden apoyarlos en cada proceso electoral. No sería disparatado considerar que es fruto, en gran medida, del mensaje que transmiten sus líderes y algunos medios de comunicación, mediante el que se acepta, tácitamente, que cada partido tiene derecho a una cuota de corrupción en función de la que tenga su rival.


Los periodistas que a menudo hablamos en privado con políticos, sabemos bien que su discurso público difiere a menudo de lo que nos cuentan. Y lo hacen sin remordimientos, con naturalidad, como si ese comportamiento indecente formara parte de las reglas de un juego basado en la trampa y el engaño. Su prioridad es no hacer ningún movimiento que perjudique su carrera.


Encontramos entre ellos incumplimientos de gestión, como ha ocurrido con el PP tras las últimas elecciones y con el final de la etapa socialista de Zapatero, pero también una renuncia expresa a los principios. Rajoy ha terminado haciendo lo opuesto de lo que cabía esperar de él subiendo impuestos y asfixiando la economía. Zapatero terminó sus días como presidente dando los primeros pasos hacia un deterioro grave del estado del bienestar. Ambos tomaron decisiones que perjudicaban a los ciudadanos y beneficiaban a los poderes financieros. Y Rajoy continúa haciéndolo.


Más allá de lo que el incumplimiento de su palabra haya deslegitimado a ambos para gobernar, su forma de proceder es objetivamente indigna. Invocar intereses superiores a los del pueblo para faltar a la palabra evidencia, además de deshonor, que la democracia es la excusa perfecta de los poderes fácticos para mantener o ampliar sus privilegios. El daño que causa esta forma de gobierno afecta, en consecuencia, a la credibilidad del propio sistema y a la confianza del proyecto común que debe representar un estado.


Si a lo económico y al quebranto de la palabra añadimos la impunidad con la que actúan políticos corruptos o bajo serias sospechas de corrupción; el control del Gobierno sobre órganos judiciales; la negativa a asumir responsabilidades políticas por hechos de extrema gravedad, como la presunta financiación ilegal del PP o los ERE de Andalucía; la falta de democracia interna de los partidos; la intervención sobre los medios de comunicación públicos; el empecinamiento de PSOE y PP en mantener una ley electoral que margina a los partidos minoritarios y desprecia los votos de millones de ciudadanos... Si a la crisis económica sumamos todo esto, es razonable pensar que solo una catarsis podría devolvernos la esperanza.


Es imprescindible que se reforme el sistema de arriba a abajo, como en esa segunda transición que este país merece y necesita. Cambios que permitan a los ciudadanos participar activamente en política, que impidan a las mayorías absolutas legislar sobre pilares básicos de nuestro modelo social, como son la educación, la sanidad, la justicia, los derechos laborales, etc. Porque es inadmisible que un solo partido, al más puro estilo totalitario e incumpliendo su programa electoral, pueda romper con décadas de conquistas sociales y producir tasas de paro de posguerra para beneficiar al poder económico y, lo que es peor, en cumplimiento de sus órdenes.


La crisis económica ha demostrado que nuestra democracia, como otras muchas en Europa, es fraudulenta. Ha constatado que nuestros gobernantes son títeres de grupos de presión que defienden exclusivamente intereses privados. El PP ha ampliado la senda abierta por el PSOE, pero es a los socialistas a los que cabe la dehonra de haber sumido a la ciudadanía en la desesperanza.


Ningún país democrático que se precie toleraría que su presidente no asuma la responsabilidad de haber respaldado, tras su imputación judicial, al extesorero de su partido; de haberle pagado los abogados para intentar que no trascendiesen las presuntas irregularidades de su financiación o los sobresueldos en B que habría cobrado el propio presidente; de mantener su sueldo millonario, coche oficial, secretaria y despacho; de decir al presunto delincuente "hacemos lo que podemos, sé fuerte...".


Y todo esto tiene su origen en lo que decía al principio de este artículo: la falta de honor de nuestros políticos. Al final, la putrefacción colectiva tiene su origen en la actitud individual, en los silencios y las mentiras. En los diputados socialistas que aplaudieron a Zapatero cuando propuso las primeras medidas contra el pueblo y en los diputados populares que callan ante asuntos que les provocarían la máxima repugnancia si se produjeran en cualquier otro partido.


La transformación necesaria pasa por una renovación a fondo de los partidos, de su apertura a la sociedad mediante la participación de los mejores y de la renuncia inmediata a la política como profesión. A partir de ahí, el nuevo perfil de nuestros representantes deberá ser el de personas que se respeten a sí mismas, que actúen siempre en defensa de los derechos de los votantes y no de sus propios intereses, que consagren su vida pública al cumplimiento de sus principales compromisos y que estos sean responsables y realistas. En definitiva, se buscan ciudadanos honorables. Es urgente.


lunes, 15 de julio de 2013

RAJOY Y LA TRADICIÓN DE NO DIMITIR

La crítica situación que vive Mariano Rajoy pone sobre la mesa la evidencia, una vez más, de que la cultura democrática española deja mucho que desear. Sin embargo, ha habido políticos españoles que han afrontado situaciones críticas de una manera correcta, aunque es verdad que no sin cierta resistencia.

Entre las más recientes está la del expresidente de la Comunidad Valenciana, Francisco Camps, curiosamente forzado a hacerlo por el propio Rajoy. "Yo creo que hoy nadie quiere más al Partido Popular y a España que Francisco Camps. Nos ha dado a todos una lección de saber estar en política y de saber dar un paso atrás". Lo dijo el vicesecretario general del PP, Esteban González Pons. Ahora dice sobre Bárcenas, sus acusaciones al presidente y al partido que “no se puede hacer el juego a un presunto delincuente frente al Gobierno de España”. Camps justificó su retirada como un sacrificio a favor de Rajoy a pesar de ser inocente. Quizá esperaban un gesto así del extesorero.



En el caso valenciano, relacionado con el caso Gürtel y en el que ya estaba presente Bárcenas, el PP actuó más para proteger al candidato Rajoy que por principios democráticos, tal y como se demuestra ahora. La situación del presidente del Gobierno y del Estado es infinitamente más grave que la de Camps y sus “ridículos” trajes.

Quizá no es casualidad que sea tan difícil encontrar políticos del PP de cierta relevancia que hayan decidido dejar sus cargos. Habría que recordar a Manuel Pimentel, que dimitió como ministro de Trabajo al considerarse políticamente responsable de la actuación de uno de sus colaboradores. Ahora, sin embargo, nadie se considera comprometido por haber nombrado y amparado durante décadas a un “delincuente” que hasta hace poco era un trabajador ejemplar con una estrechísima relación con la cúpula popular y el mismo Rajoy.

Encontramos más casos relevantes en el PSOE: Fernárdez Bermejo, Narcís Serra, García Vargas, Vicente Albero, Antoni Asunción, José Luis Corcuera, García Valverde o Alfonso Guerra. Todos ellos abandonaron sus cargos por considerarse políticamente responsables de actuaciones reprobables, no por decisiones judiciales. Ninguno de estos casos alcanzaba la gravedad actual.

Tampoco podemos olvidar la actuación de dos presidentes del Gobierno: Adolfo Suárez y Felipe González. Suárez dimitió al considerar que no podía seguir ante la falta de apoyo de su propio partido. Felipe González decidió convocar elecciones anticipadas tras producirse numerosos y graves casos de corrupción, aunque nunca asumió responsabilidades políticas por ninguno de ellos.


No parece que Rajoy tenga muchas más alternativas que las que ya se han dado en nuestra democracia. Ese “hacemos lo que podemos”, que escribió a Bárcenas desde su móvil, es una losa demasiado pesada para cualquiera, incluso para él.