Los seres humanos tendemos a
creer que el mundo, al menos el que sentimos como propio, fue siempre como lo
conocimos en la infancia. Cuando nos hacemos adultos vemos en su evolución, por
pequeña que esta sea, una adulteración insoportable de su esencia. Nos
consideramos herederos y guardianes de un legado cultural que representa
nuestra identidad, es decir, el conjunto de características que nos diferencian
de otros pueblos. Entendido generalmente como un sentimiento positivo que
debemos vivir con orgullo, lo que remarca es nuestra desigualdad respecto de
otros lugares y personas. Al contrario de lo que sucede en otros ámbitos, esa
pertenencia a una comunidad única y superior (superior al menos en la esfera
emocional), representa una necesidad para nuestro ego. No lo es, en cambio, con
respecto a sí mismo, a nuestra individualidad, y se disuelve mansamente en la
colectividad de nuestro entorno más próximo.
Sin embargo, nada es ajeno a la
evolución y nuestras principales señas de identidad no son una excepción. Su
transformación es demasiado lenta como para que, durante nuestra breve
existencia, podamos apreciar que es tan destructiva como realmente es.
No resulta útil ni convincente lo
que nos cuenta la historia. La aprendemos en la escuela, pero rara vez consigue
perforar la poderosa corteza de emociones que nos unen a valores que queremos
considerar eternos, quizá porque en ellos creemos forjar una cierta forma de
perpetuidad. Se nos hace creer que si conservamos el legado de nuestros
antepasados, no solo dignificamos y damos sentido a nuestras vidas, sino que en
cierta forma cumplimos una misión casi divina.
Uno de los signos de identidad
más poderosos es la lengua, pero tampoco ella consigue esquivar el influjo de
la evolución. Las academias pretenden limpiar, fijar y dar esplendor (como dice
el viejo lema de la RAE). Su razón de ser es precisamente poner un cierto orden
en el desconcierto evolutivo, pero no creo que ninguna se haya planteado nunca
conservar su idioma intacto.
Cada lengua es un tesoro en sí
misma y no cabe duda de que representa un hecho diferencial de primer orden;
pero, sobre todo, es una herramienta de comunicación muy ligada a nuestra forma
de sentir. Pero si nada hace a los seres humanos tan iguales como las emociones,
¿por qué creemos entonces que la forma en que las verbalizamos nos hace
diferentes? Probablemente porque lo identificamos con sentimientos sociales y
no solo personales.
La principal función de un idioma
es la comunicación, aunque toma forma, por decirlo retóricamente, en el alma de
los pueblos. Así, hay estudios lingüísticos recientes que indican que su grado
de complejidad morfológica está directamente relacionado con su número de
hablantes. Es decir, las minoritarias (intragrupales) tienen un “alto grado de
complejidad semántica y gramatical como medio de cohesión grupal, para
perpetuar la integridad del grupo, y como barrera contra los extraños. En
cambio, las lenguas de uso intergrupo deben reducir esa complejidad para
hacerse más sencillas de aprender, especialmente por adultos. Esto hace que
estas lenguas favorezcan los rasgos más transparentes, fáciles, regulares,
lógicos y fonológicamente simples” (Wray y Grace, 2007).
No es extraño entonces que,
también desde un punto de vista sociológico, las comunidades minoritarias sean
las que manifiesten un mayor afán por diferenciarse y, de algún modo, evitar
ser “contaminados” por otras culturas, mientras que las sociedades que ya han
sido “contaminadas” estructuren unas lenguas más pragmáticas.
Pero, volviendo al principio de
este artículo, a la idea de que cada idioma es tan perenne como las montañas en
las que se habla, en términos históricos resulta paradójico que se defienda tan
vehementemente su pureza dado que a menudo tiene su origen en pueblos
invasores, cuando no abiertamente imperialistas. Visto con perspectiva y
prescindiendo de componentes irracionales, es incoherente que defendamos,
incluso a través de diversas formas de violencia, lenguas que provienen del
latín y que obviamente, pasaron a ocupar el espacio de las que en su momento se
consideraron propias. Posiblemente el principio que mueve a los pueblos y sus
líderes políticos, que tan a menudo desemboca en la xenofobia y/o el racismo, tenga más
que ver con nuestra primitiva necesidad de pertenencia a un grupo social que al
amor por la cultura.