Me reencuentro con mi abandonado
blog para hablar, otra vez, de RTVE. No para analizar el grado de injerencia
del Gobierno en su labor periodística -ese mal del que apenas se ha librado a
lo largo de su historia en democracia-, sino del negligente desinterés con que
es tratada desde los poderes Legislativo y Judicial.
Es conveniente recordar que la
ley de RTVE vigente hasta principios de 2012 establecía que el presidente de la
corporación debía elegirse con el voto favorable de dos tercios del Congreso,
es decir, obligaba a los principales partidos a llegar a un acuerdo para hacer
posible el nombramiento. Fijaba también para el elegido un mandato de 6 años,
precisamente para evitar dependencia alguna del Gobierno de turno. Recordemos que
fue una propuesta de Rodríguez Zapatero apoyada por el PP en 2006.
A los pocos meses de llegar al
Gobierno, el mismo Partido Popular y su presidente dejaron en suspenso la ley
por medio de un decreto que permitía realizar el nombramiento con la mayoría
absoluta, o sea, como se había hecho siempre para poner la radiotelevisión
pública al servicio del partido gobernante. Y aquí surgen dudas sobre el
carácter democrático de un sistema que permite a un Gobierno modificar de un
plumazo una ley aprobada por el Congreso. Suena a república bananera, lo sé, pero
así ocurrió.
Pocas semanas después de la decisión
de Mariano Rajoy, el PSOE presentó un recurso de inconstitucionalidad contra el
decreto ley del que nada se sabe 5 años después. Entiendo que para el Tribunal Constitucional
el artículo 20 de la Carta Magna es secundario y que hay derechos fundamentales
que no lo son tanto. Y esa es su grave responsabilidad.
Por otra parte, llama la atención
la falta de interés real con el que los partidos políticos contemplan la
situación de RTVE, una empresa que pagamos todos los españoles para que no solo
ofrezca un servicio público independiente, sino para que lo parezca. Y eso es
lo que ocurre, más allá de si hay, hubo o habrá manipulación. No es únicamente
un problema ético, sino estético. No se trata ya de discutir si el PP ha
suspendido la ley de 2006 por razones económicas o partidistas ni de poner
sobre la mesa los datos del CIS sobre la credibilidad informativa de la
corporación o los del EGM sobre la pérdida de audiencia, sino de que haya una
ley que impida que tal cosa pueda ser ni tan siquiera imaginada.
El debate sobre quién manipula más
es absolutamente estéril. Lo único que importa, lo único imprescindible es,
como indicaba la ley de 2006, “dotar a la radio y a la televisión de
titularidad estatal de un régimen jurídico que garantice su independencia,
neutralidad y objetividad”. Es algo que defienden en público todos los partidos
y que, insisto, suscribió el PP en su día. Se trata de recuperar el sentido
común y la coherencia. Y, por supuesto, blindar la ley para que ningún
presidente pueda jamás saltarse una norma aprobada por los representantes de los
ciudadanos mediante un simple decreto.