martes, 22 de agosto de 2017

LENGUA E IDENTIDAD

Los seres humanos tendemos a creer que el mundo, al menos el que sentimos como propio, fue siempre como lo conocimos en la infancia. Cuando nos hacemos adultos vemos en su evolución, por pequeña que esta sea, una adulteración insoportable de su esencia. Nos consideramos herederos y guardianes de un legado cultural que representa nuestra identidad, es decir, el conjunto de características que nos diferencian de otros pueblos. Entendido generalmente como un sentimiento positivo que debemos vivir con orgullo, lo que remarca es nuestra desigualdad respecto de otros lugares y personas. Al contrario de lo que sucede en otros ámbitos, esa pertenencia a una comunidad única y superior (superior al menos en la esfera emocional), representa una necesidad para nuestro ego. No lo es, en cambio, con respecto a sí mismo, a nuestra individualidad, y se disuelve mansamente en la colectividad de nuestro entorno más próximo.

Sin embargo, nada es ajeno a la evolución y nuestras principales señas de identidad no son una excepción. Su transformación es demasiado lenta como para que, durante nuestra breve existencia, podamos apreciar que es tan destructiva como realmente es.

No resulta útil ni convincente lo que nos cuenta la historia. La aprendemos en la escuela, pero rara vez consigue perforar la poderosa corteza de emociones que nos unen a valores que queremos considerar eternos, quizá porque en ellos creemos forjar una cierta forma de perpetuidad. Se nos hace creer que si conservamos el legado de nuestros antepasados, no solo dignificamos y damos sentido a nuestras vidas, sino que en cierta forma cumplimos una misión casi divina.

Uno de los signos de identidad más poderosos es la lengua, pero tampoco ella consigue esquivar el influjo de la evolución. Las academias pretenden limpiar, fijar y dar esplendor (como dice el viejo lema de la RAE). Su razón de ser es precisamente poner un cierto orden en el desconcierto evolutivo, pero no creo que ninguna se haya planteado nunca conservar su idioma intacto.

Cada lengua es un tesoro en sí misma y no cabe duda de que representa un hecho diferencial de primer orden; pero, sobre todo, es una herramienta de comunicación muy ligada a nuestra forma de sentir. Pero si nada hace a los seres humanos tan iguales como las emociones, ¿por qué creemos entonces que la forma en que las verbalizamos nos hace diferentes? Probablemente porque lo identificamos con sentimientos sociales y no solo personales.

La principal función de un idioma es la comunicación, aunque toma forma, por decirlo retóricamente, en el alma de los pueblos. Así, hay estudios lingüísticos recientes que indican que su grado de complejidad morfológica está directamente relacionado con su número de hablantes. Es decir, las minoritarias (intragrupales) tienen un “alto grado de complejidad semántica y gramatical como medio de cohesión grupal, para perpetuar la integridad del grupo, y como barrera contra los extraños. En cambio, las lenguas de uso intergrupo deben reducir esa complejidad para hacerse más sencillas de aprender, especialmente por adultos. Esto hace que estas lenguas favorezcan los rasgos más transparentes, fáciles, regulares, lógicos y fonológicamente simples” (Wray y Grace, 2007).

No es extraño entonces que, también desde un punto de vista sociológico, las comunidades minoritarias sean las que manifiesten un mayor afán por diferenciarse y, de algún modo, evitar ser “contaminados” por otras culturas, mientras que las sociedades que ya han sido “contaminadas” estructuren unas lenguas más pragmáticas.


Pero, volviendo al principio de este artículo, a la idea de que cada idioma es tan perenne como las montañas en las que se habla, en términos históricos resulta paradójico que se defienda tan vehementemente su pureza dado que a menudo tiene su origen en pueblos invasores, cuando no abiertamente imperialistas. Visto con perspectiva y prescindiendo de componentes irracionales, es incoherente que defendamos, incluso a través de diversas formas de violencia, lenguas que provienen del latín y que obviamente, pasaron a ocupar el espacio de las que en su momento se consideraron propias. Posiblemente el principio que mueve a los pueblos y sus líderes políticos, que tan a menudo desemboca en la xenofobia y/o el racismo, tenga más que ver con nuestra primitiva necesidad de pertenencia a un grupo social que al amor por la cultura.