Han pasado demasiados años
de democracia como para que nadie pueda pensar que el PSOE y el PP hayan
pretendido en algún momento implantar un modelo estable de financiación y
gestión para RTVE. La última reforma (2009) realizada gracias al especial
empeño de Zapatero, contemplaba la sincera intención de terminar con las
injerencias gubernamentales en la información, toda una tradición desde los
tiempos de Franco. Nunca hasta entonces se había conseguido la tan deseada
independencia. La experiencia, breve pero suficiente como para demostrar que
era posible en proporciones más que razonables, se esfumó con la llegada al
Gobierno de Mariano Rajoy. La elección del presidente de la Corporación tenía
que realizarse con una mayoría de dos tercios del Congreso, lo que obligaba a
consensuar su nombramiento. Con el acuerdo de PP y PSOE llegaron al cargo Luis
Fernández y Alberto Oliart. El primero de ellos estableció las bases de una
empresa moderna y profesionalizada. La continuidad de Fran Llorente en la
Dirección de Informativos garantizó la tan añorada independencia del poder
político y obtuvo el reconocimiento social y periodístico que TVE nunca antes había
alcanzado, incluso en el ámbito internacional.
La misma ley que agradaba
al PP en la oposición pasó a ser inadecuada cuando Rajoy tomó las riendas del
país. El nombramiento de Echenique se hizo saltándose la norma, sin consenso, y
desde entonces duerme en el Tribunal Constitucional el recurso presentado por
los socialistas ante tan flagrante ilegalidad.
La ley de Zapatero era
generosa en la elección del presidente de la Corporación, pero también lo fue
con las televisiones privadas, ya que retiraba la publicidad como fuente
principal de financiación y establecía un sistema de ingresos estatales y de
empresas de telecomunicaciones que se han revelado como insuficientes. Las
presiones de los grupos privados incluyeron la reducción de derechos de
contenidos deportivos, cine y ficción propia. No daban puntada sin hilo. De
manera que la aparente generosidad de Zapatero con la nueva RTVE escondía la
intención real de debilitar la empresa pública en beneficio de las televisiones
privadas. Un beneficio que no se quedaba ahí porque permitía a las cadenas más
poderosas hacerse con las más pequeñas, como sucedió con la fusión de Tele 5 y
Cuatro y de Antena 3 con La Sexta.
Curiosamente, el PSOE justificó
el nuevo modelo en la pretensión de “garantizar la estabilidad de RTVE y
favorecer su equilibrio presupuestario”. Quizá por eso, y porque el Gobierno
del PP está muy interesado en una radiotelevisión pública solvente, acumuló 113
millones de pérdidas en 2013 y exige a sus directivos más recortes de
producción y plantilla. Por cierto, la BBC tiene 23.000 empleados, frente a los
6.400 de RTVE, ejemplo irrebatible de qué modelo no desean para España.
Pese a las limitaciones de
la ley de Zapatero, RTVE siguió liderando las audiencias con una programación
de calidad y unos informativos de radio y televisión casi modélicos. Pero la
llegada de Rajoy a La Moncloa consiguió lo que el modelo diseñado para
beneficio de las cadenas privadas no había logrado: restarle credibilidad y audiencia,
dos elementos que justifican por sí mismos un debilitamiento casi mortal.
El principal interés de
los dos partidos que han gobernado España en las últimas décadas con respecto a
los medios de comunicación, ha sido exclusivamente contar con grupos que les
sirvan de plataforma para mantenerse en el poder o alcanzarlo. Cuando los medios
privados han ido haciéndose con las audiencias y la financiación necesarias
(gracias a la oportuna legislación) RTVE ha perdido su interés. Porque una
radiotelevisión pública que merezca la pena tiene que estar al servicio de los
ciudadanos y, por lo tanto, ha de ser independiente del poder político y contar
con una financiación estable y suficiente. Y eso lo deciden ellos, aunque en
realidad lo hacen los mismos ciudadanos con sus votos.