Siempre he creído que mi
alma es mitad flamenca y mitad afroamericana. Ambas culturas tienen elementos
comunes que se proyectan emocionalmente con pasión. Hay en ellas la expresión
de lo más hondo de todas las almas silenciadas del planeta. Los que no somos
ellos, encontramos en su arte aquello que desde niños nos enseñaron a esconder.
Lo que para nuestros educadores eran signos de debilidad, es para ellos la muestra
de su grandeza de espíritu, su diferencia, su identidad.
Sí, soy mitad flamenco
desde que acudí a un teatro de Sevilla a los 19 años. Mi alma rockera quedó
hecha añicos con aquella música antigua, inexplicablemente cercana e inmortal.
Me cautivó su ritmo y su compleja desnudez. Poco después y gracias al crítico
Miguel Acal, asistí a alguna fiesta privada en casa de mis padres en Bormujos
con Pedro Peña y Pedro Bacán. Recuerdo que me tiré de cabeza, a pesar de mi
enfermiza timidez, a tocar palmas con ellos. Les sorprendió tanto como a mí que
no destruyese el duende de aquellas largas e invernales madrugadas. Y yo, que hasta
entonces había despreciado aquella música con la arrogancia de la juventud y la
modernidad, me di cuenta de que una parte de mí era orgullosamente flamenca.
Recupero estos recuerdos
ahora que ha muerto Paco de Lucía llevándose con él una parte de nosotros mismos.
Porque el artista es el médium que da voz al grito enmudecido de nuestras almas.