No les falta razón a los
que lamentan que para que se defienda, sin matices, la libertad de expresión,
hayan tenido que morir 12 personas. Es como si esa libertad irrenunciable
cobrara un valor especial al teñirse de sangre, cuando en realidad es la vida de
cada uno de los que la practican y respetan diariamente la que le da todo su
sentido. La muerte solo nos demuestra, ni más ni menos, que son seres humanos,
frágiles y valientes, los que a menudo la ejercen. Es por tanto en vida de
quienes la practican públicamente, ya sea desde el periodismo, la política o la
calle, cuando es más necesario preservarla.
Se ha calificado de
cínicos a los líderes políticos que acudieron a la manifestación de París y que
hicieron suyo el ya histórico “Je suis Charlie”. Gobernantes que legislan
contra los intereses legítimos de sus conciudadanos y que han aprovechado la
crisis económica para cercenar muchos de sus derechos. Pero no son los
políticos los únicos cínicos en escena.
Las libertades de
expresión e información corren peligro a diario desde siempre ante la pasividad
política, social y profesional. Algunos periodistas (demasiados), venden sus
servicios a intereses empresariales y políticos sin ningún pudor; y lo hacen en
tal medida que a la mayoría de la gente ya le parece normal y, por tanto,
legítimo. Pero no es así. No está más justificado en la prensa que en la
política, donde ya la sociedad parece que ha comenzado a reaccionar. Un
periodista que miente o manipula una noticia es como un juez prevaricador o un
político corrupto. Ni más ni menos. Y el consumidor de ese tipo de información,
por llamarla de alguna manera, que la acepta porque va bien a sus intereses
materiales o ideológicos, es cómplice de esa podredumbre.
Chalie Hebdo es un ejemplo
extremo de la práctica del derecho a la libertad expresión. La función de este
tipo de publicaciones es precisamente poner a prueba el sistema y a los
ciudadanos. Nos plantean hasta qué punto creemos que esa libertad debe ser
protegida y si también la aceptamos cuando su contenido nos desagrada. Esa es
la prueba de fuego a la que nos someten y, desgraciadamente, en la que algunos sucumben.
Baste recordar la censura reciente de El Jueves tras la abdicación de Juan
Carlos I y que impuso la empresa editora de la revista, o la famosa portada de
Felipe y Letizia practicando sexo y que un juez retiró de los quioscos.
La diferencia entre la intransigencia
de unos y otros está en el procedimiento que utilizan para cercenar la libertad.
Pero no debemos olvidar que ambos comparten un mismo origen: la intolerancia. Es
demagógico limitar nuestras responsabilidades al respeto a la vida (¡faltaría
más!), como un valor que nos exime de cualquier otro compromiso. No es eso ya
lo que esperamos de nuestro modelo democrático. Lo que debemos exigir, como
lección suprema de la infame masacre de París, es que la libertad de expresión esté
permanentemente protegida, y que sus únicos enemigos, nunca los que la sometan,
sean solo los asesinos.